“Los espíritus de la isla”: Lo trascendental y lo anodino
“Los espíritus de la isla” es una película existencialista y es tal vez la primera explícitamente filosófica que me conmueve de esta manera. Está nominada a 8 premios Óscar.
Inisherin es una isla de la costa oeste de Irlanda en la que no pasan muchas cosas. Allí vive Colm (Brendan Gleeson), quien ya no quiere ser amigo de Pádraic (Colin Farrell), con quien había pasado, hasta ahora, la mayoría de sus tardes conversando en el pub de la isla. Es el año 1923 y en la isla grande, Irlanda del Norte, se libra una guerra que, lo sabemos porque hemos visto Derry Girls, se extenderá hasta la década del 90.
Pádraic, despechado, le pide explicaciones a su amigo. Colm dice que la razón para terminar su amistad es simplemente que Pádraic es aburrido. Con esto quiere decir que su amistad es poco estimulante. Colm está abrumado por la edad que tiene (es mayor que Pádraic) y quiere darle sentido a su vida. Ha decidido que invertirá el tiempo que antes gastaba conversando con Pádraic en hacer algo que perdure: música. Así es que ahora dedica sus horas a escribir una melodía en su violín.
Es cierto que Pádraic es un hombre simple. Vive con su hermana Siobhán (Kerry Condon) y sus animales, a quienes cuida y adora; especialmente a su burra Jenny, a quien quiere tanto que deja que pose el hocico en la mesa del comedor en el que él está comiendo. Sus intereses son tomar cerveza en el pub y charlar con Colm sobre temas anodinos como el clima y las heces de Jenny.
Así es que cuando Colm le da las razones de su ruptura, Pádraic les pregunta a los demás —a su hermana, a su amigo Dominic (Barry Keoghan), el tonto del pueblo, y al barman del pub— si lo consideran estúpido. Todos, para compensar que en efecto lo creen un poco bobo y para eludir la pregunta, le dicen que es un chico bueno. Así es que parece que en la isla de Inisherin la bondad es contraria de la inteligencia. El bueno es estúpido.
Es esta la lógica de la guerra: el mejor estratega es el más cruel y quien es bondadoso pagará con su vida por su ingenuidad. Los espíritus de la isla sucede en abril de 1923 y casi exactamente un siglo después, esta lógica sigue siendo la imperante. Hoy se libra una guerra en Europa por demostrar quién es más fuerte, quién podrá ceder menos, quién es capaz de mayor destrucción. Además, vivimos en un mundo en el que la compasión por los animales es infantil, en el que el perdón es a veces inconcebible o muestra de debilidad. Quien sospecha de los demás es perspicaz y quien confía es idiota. En las redes sociales, cuanto más se insulte algo o a alguien, más visibilidad tiene. Lo cruel y burlón es ingenioso y lo compasivo es blando, débil.
Así es que, a los ojos de Colm, su amigo podrá ser muy amable, pero nunca será recordado, lo que lo hace poco interesante, pues su vida no tiene mucho sentido. Para explicarlo, dice que no recordamos a nadie del siglo XVII por su amabilidad, pero sí por su música: a Mozart. Siobhán, para defender a su hermano, corrige a Colm: Mozart es un músico del siglo XVIII. Con esto, le demuestra que se puede ser amable e inteligente. Ella es, a los ojos de todos los habitantes de Inisherin, la persona más inteligente de la isla. Y es sin embargo por bondadosa y no por erudita que su hermano la quiere tanto. Es, además, el único personaje realmente amado: alguien se ha enamorado de ella y es, en el fondo, no por la cantidad de libros que ha leído sino porque es, simple y llanamente, amable con quien recibe palizas y burlas a diario.
La contraparte de Siobhán, quien es inteligente y amable y cuya vida tiene, o al menos busca, sentido y propósito, es el policía del pueblo: estúpido y cruel. Asiste a ejecuciones en la isla grande y celebra la guerra aunque no sabe ni de qué se trata. Es ignorante de la música y abusivo con su hijo y con quien se le atraviese. Y, sin embargo, a él Colm no le quita la palabra, con él sí conversa. Es tal vez esa crueldad lo que, a ojos de Colm, lo pone por encima de Pádraic: el policía es imbécil pero al menos no es ingenuo.
Pádraic está descorazonado y entonces insiste en reconciliarse con su amigo. Colm, terco, se resiste. Le dice que se cortará un dedo de la mano izquierda cada vez que lo vuelva a molestar. Esto es absurdo, pues, de hacerlo, no podrá tocar el violín, que era la razón original para dejar de hablarle a Pádraic. Es casi como si Colm prefiriera dejar de ser quien es con tal de demostrar su punto. Los espíritus de la isla es, pues, entre muchas otras cosas, una película sobre la testarudez. La obstinación es, para Colm, un principio moral y le da una sensación de lucidez, de sentido. De nuevo, esta rigidez se presenta opuesta a lo blando que es Pádraic, a su ternura. Y sin embargo, es Colm quien termina por hacer lo absurdo, por concretar un verdadero sacrificio.
Con todo esto, los motivos de Colm son comprensibles: con la llegada de la vejez se pregunta qué ha hecho con su vida y decide que, para combatir la muerte, hará algo por lo que pueda ser recordado, su melodía. La preocupación de Colm no es otra que la de trascender la propia vida, la de seguir existiendo en la memoria de otros después de la muerte (que es la intención de cualquiera que toque el violín, que haga una película o que escriba un libro). Tiene razón, nadie es recordado por los siglos de los siglos por simplemente haber sido amable. Sin embargo, debe tener cuidado, pues sí existen esos a quienes recordamos por su vileza.
Trascender, sin embargo, no es necesariamente seguir viviendo después de la muerte. Pádraic le dice a su amigo, cuando aún tiene la esperanza de que se reconcilien, que siempre recordará a quienes han sido amables con él, que si no le basta con eso. No se da cuenta, claro, de que no es esa la memoria a la que aspira Colm, no es esa permanencia la que le daría sentido a su vida. Y sin embargo, lo deja pensando. Se puede, pues, trascender si se vive en otros, aún si esto no perdura en los siglos, sino apenas en la vida del amigo, de la hermana, de la mascota. Pádraic es compasivo con Dominic, de quien todos en la isla se burlan, y con sus animales; es trascendental en la vida de ellos. Probablemente sea olvidado, sí, pues ni el tonto del pueblo ni su burra son quienes escriben la Historia. Pero habrá trascendido su individualidad, vive en los otros (y además, es el personaje principal de esta historia).
Suele pensarse —y esta es la lógica de la guerra, que tiene sus apariciones fugaces en la película, y de la policía, encarnada por el personaje más idiota y cruel — que la dureza ablanda. Que con mano dura — lo que Colm llama “lo drástico” — se puede hacer que alguien ceda, someterlo. No es esto lo que pasa en Los espíritus de la isla ni lo que pasaría después en Irlanda del Norte (donde el conflicto duró casi un siglo entero). El conflicto (el armado y el que es entre los amigos) empieza por un sinsentido, pero con el tiempo se van dando las razones para seguirlo. Hay treguas pero los motivos de cada quien parecen justificados. Los personajes trascienden, sí, pero porque han hecho algo irreparable.
La película, que hace reír y llorar, es una comedia negra. Como cuando vi En brujas, de la misma tríada de actores-director, me reí mucho al principio. Colin Farrell hacía allá también el papel de ingenuo y Brendan Gleeson el de quien le rompería el corazón a su colega. Agradecí, después de ver esta película y después de devorar la serie Derry Girls —también sobre una amistad que tiene de marco el mismo conflicto muchas décadas después y en un tono muy distinto — , que lo que perdure sean las historias de amistades y no la vileza de los actores de la guerra. Con su sola existencia, la película pone en duda el principio de Colm sobre la trascendencia y el sentido de la vida: lo que vemos ahora después de un siglo es la historia de la ruptura de estos amigos, no las melodías del violín ni los cañones que se oyen apenas en el margen de la película. Y sin embargo, después de ver Los espíritus de la isla me he sentido sobre todo melancólica. Tal vez es porque, aunque haga temblar la testarudez del amigo frío, es una película sobre el endurecimiento de quien dejaba entrar a la burra a su casa.