A propósito de la pretensión de hacerlo “Todo en todas partes al mismo tiempo”
Después de desperdiciar tres horas en el cine cuando fui a ver “Todo en todas partes al mismo tiempo”, se me ocurrió que una manera justa de compensar podría ser escribir y pensar sobre el derroche en la pantalla grande.
A pesar del enredo que Todo en todas partes al mismo tiempo quiere suponer que plantea, su premisa es fácil: una madre se enfrenta a su hija en una multiplicidad de universos (que realmente son simplemente distintos escenarios uno más absurdo que el otro) para demostrarle que vale la pena vivir en alguno pese al aburrimiento y el cinismo que le ha ocasionado ya haberlos visto todos.
La película no deja seguir el hilo, y al hacérselo imposible al espectador, este no puede entrar en la historia. Lo satura de peleas, universos, escenarios, personajes, peleas y formatos que disfrazan de complejidad la mediocridad de su argumento.
Todo en todas partes al mismo tiempo está llena de reivindicaciones (digo reivindicaciones como un acto de benevolencia, por no decir moralejas): la madre acepta a su hija gay, el padre acepta a su hija migrante, hay un comentario sobre la diáspora de esta familia china en Estados Unidos, sobre el encuentro de culturas, sobre el deseo de mantener la tradición al tiempo en que se adaptan al modo de vida americano, sobre el pago de impuestos, en fin… De nuevo, estoy siendo benevolente, pues no alcanza a ser un comentario: todos estos temas son apenas rozados superficialmente con diálogos sobre explicativos y con lugares comunes. La película, por querer hacerlo todo al mismo tiempo, no hace justicia a ninguno de los temas que quiere tocar.
Hacer justicia es poner las cosas en su lugar, o darles lo que merecen. Para hacerle justicia a un tema, la diáspora, por ejemplo, hay que ponerle atención, estudiarlo. Hacerle justicia a algo, pues, tendría que ver con detenerse, que es lo contrario de lo que hace esta película con las reivindicaciones que quiere hacer: las embute y las acelera de modo que sea imposible detenerse a pensar en cada una. No es un accidente que su mayor reivindicación sea la de la mediocridad: en los diálogos parece un chiste que la protagonista haya sido elegida como viajera entre los universos por su gran mediocridad, pero realmente es la película excusándose a sí misma.
Sucede lo mismo con los formatos y efectos especiales. Al salir de cine, tuve una sensación parecida a la que tuve cuando vi La crónica francesa, la última de Wes Anderson, también mala pero al menos no imposible de soportar como la que inspiró este texto. Anderson es un director caprichoso: tiene una estética muy definida, se nota que controla cada detalle visual de sus películas. Todo es simétrico y los colores, las proporciones y la disposición de cada objeto, personaje o paisaje en la pantalla se ven extremadamente calculados. Eso a veces sale bien, pero no es suficiente. En La crónica francesa, se cuentan como seis historias en formatos diferentes. Hay escenas a color, en blanco y negro y animadas; y todo es tan gratuito. La película tiene un elenco de súper estrellas, muchas de las cuales tienen incluso solo un diálogo o ninguno. El ritmo es exageradamente acelerado. En el cine me sentí sobre estimulada y era difícil para mí poner atención a todo. La película es un catálogo de cosas que el director sabe hacer: animación, blanco y negro, historia de amor, panfleto político, folleto turístico, pagar a Edward Norton para decir una sola línea, etc. Un show off muy costoso.
Este despliegue absurdo y gratuito de formatos y efectos especiales es un derroche. De nuevo, hacer escenas animadas solo para demostrar que se pueden realizar, no le hace justicia a la animación como formato; pues no se detiene en él ni lo aprovecha. Antes Anderson había entendido la relación entre el relato y su formato. En Isla de perros, por ejemplo, usa el stop motion para contar una historia política contada por unos perros excluidos en una isla de basura.
Podría uno confundirse y pensar, por ejemplo, que Todo en todas partes y al mismo tiempo quiere hacer una reivindicación de la sencillez (hay un diálogo en el que el marido de la protagonista le dice, como un gran gesto romántico en uno de los universos en los que no estaban casados, que hubiera preferido en otra vida “tan solo lavar ropa y pagar impuestos” con ella). Sin embargo, el derroche en la forma no deja ver la sencillez que supuestamente defiende. En cambio, la mediocridad del argumento sí va en la misma vía de su reivindicación, a modo de chiste, en la película. (Una buena película sobre la sencillez que además hace justicia al formato animado es Soul, de Disney y Pixar, sobre la que una vez escribí).
Mientras escribo esto me pregunto si lo que me causa malestar es el alto presupuesto de esta película y de otras que me han traído la misma sensación de haber perdido el tiempo mientras las veía. El alto presupuesto tiene que ver, pero no es el centro de mi crítica. El eje de mi malestar es el derroche, que tiene que ver con el desperdicio. Este derroche, por supuesto, es de dinero pero también de tiempo.
Todo en todas partes y al mismo tiempo dura dos horas y media (lo mismo que se demora una en pronunciar su título). He visto películas largas que no se han sentido como un desperdicio, así que, de nuevo, mi crítica no tiene que ver tampoco con la duración de las producciones de alto presupuesto, sino con el derroche, que supone un mal gasto. Es el caso de otra taquillera y súper premiada del año pasado: Duna, que no alcanza a ser una historia sino el comienzo de una historia, y dura poco más de dos horas y media. (Acá lo que escribí sobre Duna cuando la vi).
Ambas giran alrededor de un elegido que debe viajar por mundos para pelear con otros. La narrativa del elegido es una fórmula que antes hemos visto en películas de alto presupuesto que han gastado lo justo, pues han imaginado otros mundos y han presentado héroes impresionantes. En ellas, como en Blade Runner 2049, también de Dennis Villeneuve, director de Duna, el héroe emprende un viaje para cumplir con su destino. Hay, además, una relación del héroe y la búsqueda de sí mismo con el mundo que debe salvar, lo que lo engrandece.
En Duna, en cambio, hay un protagonista plano e inexpresivo al que no vemos transformarse sino recibir verdades reveladas. Todo en todas partes y al mismo tiempo, por su parte, intenta convencernos de que la protagonista ha aprendido algo, pero lo cierto es que no cambia a través de sus experiencias durante su viaje por los universos, sino que aprende unas lecciones dichas todas por los otros personajes en los últimos veinte minutos. Así que la película pierde la oportunidad de engrandecer a su protagonista (de hacerla más sabia, por ejemplo) y la hace más bien pequeña en su relación con los mundos que salva.
En vez de inventar un personaje complejo, la película se inventa (con utilería y no en el guion) distintas versiones del mismo personaje y por eso se ve en la obligación de explicarlo todo en los diálogos: el cinismo de la villana, las lecciones aprendidas por la protagonista, etc.
Al final, la protagonista convence a su hija de que no se suicide ni acabe con los universos bajo una premisa: ignorar todo lo que han visto. Ante la posibilidad de maravillarse con la bastedad de universos, esta heroína propone conformarse.
Así, lo que sí logra Todo en todas partes y al mismo tiempo es saturarnos al punto en que podamos entender el cinismo de la villana y querer acabar con todo (salirnos del cine).