Una imposibilidad
Marriage Story, la nueva película de Noah Baumbach, empieza con unas cartas. En ellas, el hombre y la mujer describen lo que más le gusta del otro. Ella termina la suya así: “siempre lo amaré aunque ya no tenga sentido”. Hay, entonces, amor. Pero hay también una imposibilidad.
La carta de cada uno hace parte de un ejercicio de terapia de divorcio. Sabemos desde el principio que se separarán, pero sabemos también que cada uno puso su mirada sobre el otro buscando lo específico y lo universal en su amado. Se miran como mira el enamorado. Y aun así, no pueden estar juntos.
Ella quiere mudarse a Los Ángeles y él quiere quedarse en Nueva York y este, entre muchos otros, es uno de los temas sobre los que no pueden ponerse de acuerdo y que los hace separarse. Al final de la película, cuando ya no están juntos y cada uno vive en una ciudad diferente, él decide mudarse a Los Ángeles. Es decir, la mudanza sí podía ser, pero no en el matrimonio y no por ella. Mudarse es imposible para él en el pacto del matrimonio. La vida en pareja no podía ser.
La importancia que Baumbach decide darle a los abogados de divorcio hace ver lo que realmente es un matrimonio: un contrato. Y en tanto contrato, ambas partes deben ceder en algo. Eso que cada uno cedió y que le parecía poco cuando firmó el contrato, era a lo que cada uno se aferraba ahora a la hora de la separación. Y entonces se capitalizó todo: el deseo, los sueños, los sacrificios.
En un intento por prescindir de los abogados y divorciarse amistosamente, la pareja intenta conversar y negociar. Esta conversación se transforma rápidamente en una competencia de quien ha sufrido más durante el matrimonio, y de quién puede hacer sufrir más al otro en el presente, y de quién tiene más legitimidad para insultar al otro. Al final, incluso sin la presencia de los abogados, el matrimonio ha hecho que la pareja de vueltas sobre un imposible: sacar cuentas de las emociones y de la vida.
Y entonces evitan la mirada del otro. En la corte, los abogados de ambos usan secretos de cada uno para destruir al otro. Ellos, avergonzados por haber contado esos secretos para que luego fueran usados ante el juez de familia, no son capaces de mirarse entre sí. Ya no hay, ni siquiera, la mirada de la carta (que igual no era mirada al cónyuge sino mirada al papel en la soledad), que imagina al amado y lo que otrora amaba de él.
No encuentro ni un asomo de optimismo ni de esperanza en la película. Distinto esto de otra de Baumbach, Frances Ha. En ella, la protagonista intenta realizar su aspiración de ser bailarina contemporánea en Nueva York. Frances Ha, que, al contrario de Marriage Story, saca más risas que lágrimas, encuentra gracia en la mediocridad. Puede haber dicha y emoción en la simpleza, en no poder pagar el arriendo, en ser joven e irresponsable con las finanzas. En el matrimonio, en cambio, la mediocridad es fracaso y es rencor.
Al final, Frances, la protagonista, tiene un momento que ha deseado toda la película: está en una fiesta, ella y su amiga hablan cada una con personas diferentes y sus miradas se encuentran, se sonríen. Por un segundo comparten la complicidad de saber que están ahí para la otra y esa complicidad atraviesa la habitación en la que están. Esa es la mirada que Baumbach no nos regala en Marriage Story y que reserva solo para la amistad, libre de todo contrato.