Una broma

Juliana Rodríguez Pabón
4 min readOct 10, 2019

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Arthur Fleck no está seguro de si existe. Se ve en el espejo y le hace chistes a un niño en el metro en busca de la confirmación de su propia existencia. Quiere ser comediante para con la risa de su público poder confirmar que lo notan, para poder percibir una respuesta, una reacción a su presencia. Es un payaso y aunque su trabajo es, precisamente, llamar la atención sobre algo, se siente completamente ignorado. Fantasea con salir en televisión y ser felicitado y aplaudido por cuidar de su madre anciana.

Un día tres yuppies lo atacan en el metro y él los asesina para detener la paliza que le están dando. Tiene entonces dos revelaciones que le sirven como la confirmación que buscaba y que cumplen su fantasía de ser notado por los demás. La primera consiste en verse a sí mismo en la prensa. “El payaso justiciero” lo llaman — forzadamente, pues no hay manera en la que la prensa y el resto de ciudadanos de Ciudad Gótica supieran que estos tres eran unos matones de oficina — . Él desplaza esto al personaje de Sophie, su vecina, y se imagina que ella lo empieza a notar la noche en la que él comete los asesinatos. Luego vemos, en una escena floja y repetida, que el innecesario personaje de Sophie nunca se había fijado en Arthur.

Lo que sí ha sucedido para ese entonces es que se había estado gestando una revolución de quienes, como Arthur, habían sido ignorados por los poderosos de Ciudad Gótica. Empiezan los disturbios, nacidos del resentimiento pero además del deseo mismo porque se reconozca su existencia. Los raros de Ciudad Gótica gritan en frente del teatro en el que los poderosos se entretienen: “Aquí estamos”. Pero aunque así lo diga la prensa, Arthur no es un predicador. Esta revolución no es más que un efecto colateral de la rabia que sintió ese día en el vagón de metro y que lo llevó a asesinar a los tres corredores de bolsa.

Esta característica de accidental que tiene el caos propiciado por Arthur Fleck es lo que lo hace un personaje tan interesante y lo aleja del lugar común del asesino ignorado por la sociedad que busca engrandecerse volviéndose una celebridad. Arthur quiere ser notado por su madre, por su vecina, por su terapeuta, quiere ser amado, acariciado. Incluso en su fantasía de aparecer en televisión, lo que más lo satisface es el abrazo de su ídolo y no los aplausos del público. Lo accidental de su fama, además, lo aleja también de los otros jokers que ya hemos visto, en especial del también genial pero sobrevalorado interpretado por Heath Ledger, que hace monólogos y explica cada vez que puede su pensamiento anárquico a la vez que calculador.

La otra revelación que tiene Arthur Fleck se refiere a su propio origen. Se sabe hijo de Thomas Wayne, el hombre más poderoso de la ciudad que lo ha matoneado. De la misma cepa, del mismo padre, nacerán el justiciero de la clase trabajadora, de los raros, de los ignorados, y el justiciero del poder, el restablecedor del orden, Batman. Lo sabemos nosotros y no Arthur, pero otro efecto colateral de su risa descontrolada será el asesinato del padre y, con este, el trauma del hijo legítimo, que trabajará luego de la mano del Estado que hoy violenta a su medio hermano. La muerte del padre ocurrirá al tiempo de la liberación del hijo bastardo, el hijo cuya existencia ha negado.

Estos dos momentos no solo le sirven a Arthur como confirmación de su existencia en el mundo, sino que lo llevan a un estado de autoconsciencia. Nace entonces el Joker, que significa el hacedor de chistes, el bromista. Arthur se entiende a sí mismo como un actor. Lo vemos bailando frente al espejo con movimientos estudiados, maquillándose, tinturándose el pelo, preparando su rutina de stand-up. Ha entendido, por fin, que la destrucción es su espectáculo y Ciudad Gótica su escenario.

La risa que antes era tic nervioso — otra genialidad de esta película, en la que no está ya la sonrisa que es herida y cicatriz, sino la carcajada incontrolable que es trauma — , es ahora la máscara y la firma de su personaje. “Siempre dijiste que mi risa era una enfermedad, ahora veo que simplemente era yo”, le dice Arthur a su madre antes de asesinarla. Antes ha habido ya un guiño sobre este tema cuando Arthur le explica a su terapeuta que su diario de pensamientos negativos es también su cuaderno de chistes. No hay, entonces, una línea entre comedia y tragedia, entre Arthur y Joker, entre el actor y la máscara.

Joker de Todd Phillips cuenta el nacimiento de un villano inevitable. No veo una justificación del villano marginal, solo la narración de su predestinación. No lo llamaría anárquico, pues no hay un gobierno de sí mismo, sino más bien un antigobierno — la carcajada — . No veo ni siquiera la venganza alcanzada del proletariado. Las últimas escenas de la película son la destrucción por el espectáculo, es la risa que se ha vuelto contagiosa. Y el Joker hace a la vez de autor y de espectador. Se ríe de su propio chiste. Tal vez la justificación del villano sí es la pretensión de esta película, que es en exceso autocomplaciente, y tal vez lo predestinado que parece accidental, que es lo que a mí me parece que la hace grande, es en sí mismo un accidente o un efecto colateral de lo que quiere decir. Al fin y al cabo, el Joker (y acá me refiero al personaje pero también a la película), si bien es consciente de sí mismo y de su condición de actor (y de obra), sabe también que todo ha sido una broma, un chiste con un remate que ni él mismo esperaba pero que al final igual tiene su gracia.

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Juliana Rodríguez Pabón
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Written by Juliana Rodríguez Pabón

Escribo de películas y series. No me paro del sofá.

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