Un juego de sombras en “Días perfectos”
Días perfectos, la nueva película de Wim Wenbers, muestra los días de Hirayama, quien limpia baños públicos en Tokio, escucha casettes, lee libros y tiene sueños.
Hirayama no tiene ducha en su casa. Vive en un lugar muy pequeño y duerme en una colchoneta en el piso que recoge todos los días al levantarse. Si una película empezara así en nuestro contexto latinoamericano, ya sabríamos que se trataría de pobreza. Pero Días perfectos ocurre en Japón y eso nos libera de nuestros prejuicios políticos y de la retahíla que todas hemos repetido sobre la “vida digna”.
Este es un hombre que lleva una vida sencilla. Como nunca he vivido en Japón, no sé si es común allá no tener una ducha en casa y bañarse entonces en el baño público. No sé tampoco si tener un carro es común entre quienes no tienen ducha. O si no dormir en una cama es señal de pobreza. Días perfectos no se trata de eso, ni de ser feliz con poco (la otra lección que intentan darnos las películas de nuestra región cuando nos muestran personajes con vidas sufridas o precarias).
Hirayama está solo. Cuesta escribirlo así porque sabemos que es feliz y normalmente decir de alguien que está solo es decir que su vida es triste o está incompleta. No es el caso. Los encuentros a los que acude Hirayama en Días perfectos son significativos, aunque no desemboquen en una relación permanente. Hacen mella en él. Un día conoce a una chica a la que vería tan solo un par de veces y en la noche sueña con su ojo. Otro día sueña con el juego de triqui que juega con un desconocido. Aunque cortos y espontáneos, sus encuentros lo marcan de alguna manera.
Y estos encuentros no son significativos solo para él, sino también para los otros. Un día, casi por casualidad, sin haberlo planeado, hace que una chica escuche por primera vez la voz de Patti Smith. Y con esto le cambia la vida, hace que ella descubra algo sobre sí misma. Ella se ha llevado consigo algo de él. Tanta atención pone Perfect days al peso del significado, que su personaje no habla si no es necesario. Hirayama solo dice la palabra precisa, no tiene afán por llenar el silencio. Lo que dice es lo que hace falta decir.
Es tanto el compromiso con lo significativo, que las canciones (todos súper hits que todas hemos escuchado alguna vez) deben sonar en el momento adecuado, cuando pueden escucharse. Verlo a él reproducirlas en su carro nos hace pensar en el millón de veces que hemos oído sonar estos éxitos sin realmente escucharlos, sin hacer un intento por entender lo que dicen. Me hace pensar también en las muchas veces que han sido usadas estas canciones en películas para forzarme a que me guste una escena. Acá tienen otro efecto: me obligan a concentrarme en lo que dicen las canciones, en el efecto que están teniendo en el gesto de quien las oye.
Como decía, Hirayama está solo. Y sin embargo, cambia la vida de algunas personas con las que se cruza durante su rutina. No es un cambio demasiado radical ni un giro narrativo, se trata de cambios pequeños pero no por eso menores: les muestra una canción, les ofrece un trago, los saca de un aprieto. Nos hace pensar en nuestros encuentros con otros, muchas veces vanos o vacíos, incluso cuando son con nuestros seres queridos o con quienes tenemos relaciones duraderas. ¿En qué consiste, pues, la compañía?, ¿quién nos acompaña?
Al final, vemos una escena en la que dos hombres juegan a la lleva con sus sombras, se agarran sin tocarse. Hirayama ha propuesto este juego para subir el ánimo del otro hombre, quien le acaba de confesar que está por morirse. Primero, unen sus dos sombras en el piso para saber si al sobreponerse se oscurecen. No lo hacen, tan solo forman una sola. Luego empieza el juego, que los divierte y los hace reír. También reímos mientras los vemos, pero se hace un nudo en la garganta.
En su ensayo El elogio de la sombra, Junichiro Tanisaki hace un recorrido por las posibilidades de la sombra en la cultura japonesa. Explica cómo en Occidente la belleza siempre ha estado del lado de la luz, del brillo, de la porcelana, del vidrio, de la transparencia, del sol. Apelamos, por ejemplo, a la lucidez y a la claridad cuando hemos entendido algo o hemos sabido expresarlo. En cambio, en Japón la sombra ha sido también un lugar en el que ocurren la belleza y el descubrimiento. Esta escena me hizo pensar en ese ensayo en el que hace mucho no pensaba, pues en la sombra puede haber un entendimiento nuevo de las cosas. Los sueños de Hirayama, por ejemplo, están también hechos de sombras. Esas abstracciones que son la manifestación de su inconsciente componen las escenas más bellas de la película y en su oscuridad podemos ver qué se ha llevado Hirayama a la cama después de su día de trabajo.
El juego de sombras — que vemos al final de la película pero que también es tradicional en el teatro chino, por ejemplo— nos deja ver las cosas de otra manera: las siluetas cambian y en su opacidad pueden mezclarse sin sobreponerse, se hacen una. Y en esa sobreposición, en esa proyección sobre el suelo, podemos entender la naturaleza de un encuentro aunque luego esas sombras se separen.
Así, la película no nos da la satisfacción de un encuentro que se prolongue o que se vuelva una relación (muchas películas sobre soledades suelen terminar así, con que el protagonista conoce a alguien). Al contrario, nos ofrece el placer de varios encuentros sombrescos, que dejan ver lo que ocurre si dos cuerpos se cruzan mientras les da la luz. Así, nos enfrenta a la posibilidad de una felicidad solitaria. Y nos consuela.