Sobre la gimnasia artística
Vi la competencia individual de All-Around de gimnasia artística individual en los Juegos Olímpicos de Tokio. Vi también el documental de Netflix “Atleta A”, que denuncia el abuso sexual sistemático de parte del doctor Larry Nassar a jóvenes (algunas niñas) gimnastas estadounidenses y el encubrimiento de USA Gymnastics.
Sunisa Lee sonríe solo después de terminar su rutina. Se puede notar, igual, que se divierte haciéndola. Las gimnastas, todas, saludan al público y al jurado cuando mencionan su nombre en el altavoz. No hacen un saludo cualquiera: alzan el brazo totalmente erguido y dan una media vuelta sobre su eje. Cuando muestran en cámara lenta los elementos de la rutina de cada una, su gesto también parece calculado: no fruncen el ceño y algunas (no todas) incluso alcanzan a sonreír.
La gimnasia consta sobre todo de gracia. El puntaje del jurado está determinado, primero, por el grado de dificultad de los elementos y, segundo, por la calidad, la limpieza, el control de los movimientos. La gracia es, pues, cálculo del gesto y control completo del cuerpo.
Nina Derwael es graciosa. En su rutina de manos libres, da pasitos muy cortos como de bailarina, difíciles de dar, y hace un gesto pudoroso mientras los da, como de falsa modestia. Rebeca Andrade se sale dos veces del cuadro en esta misma prueba, pues el suelo le queda pequeño para todas las vueltas que quiere hacer. Baila un funk brasileño, “Baile de Favela”, y hace un amague de que se va a caer y nos engaña: es el siguiente paso, que consiste en caer suavemente al piso. Y entonces, nos reímos aliviados.
Quien hace reír a otro tiene por un momento control sobre el cuerpo de quien ríe: lo hace hacer algo involuntariamente. Las gimnastas, que son graciosas, quieren también tener control sobre sus espectadores: el jurado debe quedar asombrado. La gimnasta debe, con su pose, conquistarlo de modo que no le quede de otra sino darle un buen puntaje, boquiabierto y risueño.
Dueña de su cuerpo y del de quien la ve asombrado, la gimnasta está por un segundo encima del resto de la humanidad: vuela y hace lo que ningún otro puede. Y cuando ya lo ha hecho todo y es excelente, hace movimientos inéditos: se inventa nuevas gracias.
El documental de Netflix Atleta A denuncia el abuso sexual por parte del doctor Larry Nassar a gimnastas jóvenes y niñas con la complicidad de USA Gymnastics. Muestra, además, cómo estas niñas son sometidas al maltrato de sus entrenadores, que han sido contratados para, a toda costa, volverlas ganadoras de medallas olímpicas. Como buen documental de Netflix, Atleta A se propone escandalizar a su espectador y no hace mucho más. Vemos los testimonios de las sobrevivientes, oímos la historia de los periodistas que publicaron la primicia y la de la fiscal que llevó a cabo la investigación. El formato es idéntico al de Jeffrey Epstein: asquerosamente rico: tomas de los lugares en los que se cometieron los abusos tomadas por drones, personajes heroicos, escritura de titulares de prensa, videos de archivo, paparazzis en la corte, reflexión sobre cómo volver el abuso “algo positivo”, y un sinsabor al final.
Estos documentales no demuestran ningún interés por escudriñar la naturaleza del abuso, tampoco se preguntan qué hacer con estos hombres ni se pone en cuestión qué podríamos hacer todos para acabar con esto. Se interesan más, en cambio, por seguir la línea de tiempo de la historia periodística, del escándalo en la opinión pública. Sin embargo, sí cumplen su propósito: el espectador quedará escandalizado por lo intocables que son estos hombres, impresionado por el poder que tienen y contrariado si ha disfrutado de la gracia de las gimnastas en el aire.
Cuando Nadia Comăneci ganó el oro en los Juegos Olímpicos de Montreal de 1976 con catorce años de edad, estaba claro quién iba ganando en la rivalidad deportiva entre potencias inaugurada en la Guerra Fría. El bloque comunista (Nadia es de nacionalidad rumana) quería demostrar que podía “producir” mejores atletas que Estados Unidos. (Aún hoy, Rusia está sancionada por la Agencia Mundial Antidopaje, tras el descubrimiento de un esquema de dopaje promovido por el gobierno. Es por esto que los atletas rusos que compiten en Tokio 2020 no pueden representar a su país y compiten en nombre del Comité Olímpico Ruso).
Al explicar esta rivalidad, los entrevistados de Atleta A usan la palabra producir: “producir atletas”, “las atletas eran el producto con el que podíamos competir”. Hoy en día, pues, las gimnastas siguen siendo “producto” de su país, son “hechas” por la nación incluso en el discurso de quienes están “de su lado”. (Esto no se diría, por ejemplo, de Michael Phelps, quien para los medios y para todo el mundo es un medallista self-made, el epítome de la disciplina y el esfuerzo). Hay, pues, una fantasía patriarcal que invierte la naturaleza de las cosas: los hombres (los entrenadores, el doctor, la patria) hacen, crean, producen a las mujeres (las gimnastas), y no al revés como es en la vida real.
Esto empeora en la década de los noventa, cuando USA Gymnastics, el organismo nacional para el deporte de la gimnasia, se vuelve una corporación con fines de lucro. Dirigido ahora por un experto en marketing, USAG se concentra en recibir financiadores, en hacer publicidad y en ganar medallas olímpicas, según cuentan en Atleta A. El cuerpo de las gimnastas, que es lo que cualquiera supondría es lo más importante en este deporte y en cualquiera (lo que más debe cuidarse y protegerse), pierde completa importancia. Las gimnastas, que deben demostrar en los aparatos total control sobre su cuerpo, no lo tienen tras bambalinas: son aisladas de su familia, obligadas a competir con lesiones, maltratadas por sus entrenadores y abusadas por su doctor. Como el mérito no es de la gimnasta, sino de su país, su cuerpo tampoco es suyo.
Solo se le concede algo de agencia a la gimnasta cuando “decide” sacrificar su cuerpo por la nación. En los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996, Kerri Strug le dio el oro a su país y a su equipo tras saltar con un ligamento roto. Quedó lesionada, no podía moverse y fue alzada por su entrenador, Bela Karolyi, hasta el podio. Fue coronada con una corona falsa, celebrada por sacrificar su cuerpo y admirada por su voluntad de gloria.
Un país puede ser “el mejor” en algo, pero una mujer, no. Más temprano este año, Simone Biles completó por primera vez en una competencia femenina un Yurchenko Double Pike y fue calificada con un puntaje bajo para con esto desalentar la práctica de este salto y “salvaguardar la salud de otros gimnastas”. Algunos alegan que tiene una ventaja genética, pues es especialmente baja (mide 1,42m), y explican que promover la práctica de estos saltos que solo ella puede aterrizar es poner en riesgo la vida de otros gimnastas. Así, la mejor gimnasta de la historia no puede ser “nacida”, debe ser “hecha”. No puede deberse, ni siquiera, a su genética (que es, además, en parte, a lo que se deben muchos deportistas), sino siempre a su país.
Ella misma ha dicho que el miedo realmente no es por la seguridad de los gimnastas, sino por la falta de competencia. Se teme que nadie pueda alcanzarla, que sea, de verdad, la mejor del mundo y de la historia. Preocupación que, de nuevo, no existe con, por ejemplo, Michael Phelps, dueño de varios récords mundiales aparentemente imposibles de batir. Está bien que exista un Súper Hombre, pero no puede ser una mujer.
No puede haber ni siquiera una mujer soberana, que es a la que la gimnasta interpreta en sus rutinas, pues es aterradora. No es solo dueña de su cuerpo sino del de quien la mira y sonríe y jadea y se emociona al verla. Por miedo a vernos doblegados ante ella, conquistados por su gracia y manipulados por su cálculo, preferimos darle un ramo de flores, un puesto en el podio y una cachetada en la cara.