Miradas de Notre Dame
Cuando niña, y hasta ya grande debo decir, yo creía e imaginaba a París como un pueblo de gitanos, bufones y campesinos. Antes de concebirla como la glamourosa capital de la moda, o la ciudad en la que residía la Mona Lisa, París fue para mi un pueblo de panaderos y carpinteros. El Jorobado de Notre Dame fue la primera película que vi en cine y fue por mucho tiempo mi único referente de París.
La película animada de 1996 está inspirada en la novela de Víctor Hugo de 1831. No me interesa aquí discutir las diferencias entre la obra literaria y la versión infantil de Disney, pues la historia de una es muy distinta de la otra. En lo que se parecen es que en ambas el deforme campanero rescata a Esmeralda, la desdichada gitana, de ser ejecutada y desde la cornisa de la catedral grita “¡Asilo!”.
Antes de esta escena, Notre Dame ha sido la cárcel de Quasimodo. El archidiácono Claude Frollo lo ha tenido oculto y prisionero en una de las torres de la iglesia encargado de las campanas durante toda su vida con la excusa de que el mundo exterior será muy cruel para alguien como Quasimodo. Este lugar ha significado la oscuridad y la ceguera. Se le ha negado a Quasimodo la curiosidad y las relaciones humanas.
Después de la escena en la que Quasimodo pide asilo para Esmeralda, la iglesia cambia de significado. No hay ya oscuridad sino sombra que protege de la hoguera. La catedral de Notre Dame es ahora —y lo ha sido en la historia — el lugar de los perseguidos, de la marginalidad. Pasa de ser cárcel a ser refugio.
Y este cambio de significado no ocurre solo a través del tiempo en la historia de Victor Hugo, sino en la película misma. Las grotescas gárgolas, que en la arquitectura medieval eran hechas para desaguar los tejados y que luego serían para espantar a los espíritus del mal, son acá fieles y graciosos amigos. La corte de los milagros, habitada, dicen, por ladrones y prostitutas en el París medieval, es un mundo fantástico en las catatumbas de la ciudad en el que los gitanos conviven como una comunidad amistosa y protegida de los poderosos. Todo, entonces, tiene un revés.
2
Conocí la catedral de Notre Dame el año pasado. Su visita significó para mí el despertar de una religiosidad dormida. El deleite sensorial que provoca la grandeza de sus vitrales y de las historias que cuentan sus muros me hizo desear ser religiosa solo para sentir lo que otros de otro tiempo habrían sentido al entrar allí. Esos otros serían los que a través de las imágenes en sus paredes leían las historias bíblicas que luego yo estudiaría. No solo es (¿o era?) bellísima, sino que el vértigo que querían hacer sentir quienes la construyeron hace siglos puede sentirse aun hoy llena de turistas.
Visitarla significó también la vuelta a una lectura que había hecho recientemente. En la fachada puede verse a san Dionisio cargando su cabeza sobre el pecho. Esta figura me había sido descrita en un relato que había leído unos días atrás en el aeropuerto, y ahora la veía. El relato reflexionaba sobre el paso del tiempo cuando una mujer viajaba de Bogotá a París. Yo era ahora esa mujer y busqué allí al santo decapitado para completar la ominosidad de la repetición. Notre Dame significó, entonces, el desdoblamiento de (o, más bien, el regreso a) la lectura.
3
Víctor Hugo escribió Nuestra Señora de París como una campaña a favor de la arquitectura gótica. En su tiempo hubo duros críticos de este arte y el escritor suponía que con su novela podría detener a los demoledores. Imagino que no se trataba de un coleccionismo — el mismo con el que hoy muchos lamentan el incendio de la catedral — , sino de un regreso a otro tiempo, como mi regreso a la lectura en la visita de Notre Dame.
Su novela, escrita en el siglo XIX pero ambientada en el Medioevo, supo poner a los lectores de su tiempo en otro. Los hizo verse en el arte medieval. No es ya un tema de preservar por preservar, sino uno de encontrarse en otros tiempos.
4
Ayer la catedral de Notre Dame se incendiaba. Muchos lamentaron verla caer. Otros celebraron su caída. Esta última es una visión perezosa de los dogmas católicos y de la revolución que sí significaría la caída de estos. Un incendio accidental, en definitiva, no es el inicio de la caída de la Iglesia Católica. Y así hubiera sido intencional, tampoco significaría un golpe a tal institución.
La Iglesia Católica se rige precisamente sobre certezas que cierran sentidos. La Iglesia acepta solo una interpretación de la palabra divina. La revolución que imagino que tumbará a la Iglesia Católica es una que se rija en el pesimismo filosófico, es decir, una en la que una cosa pueda ser muchas.
No quiero ser ingenua. Por supuesto que la catedral de Notre Dame, como todas las iglesias del mundo, es un templo erigido por una institución misógina y mandada a recoger. Pero no es solo eso. Y ahí la revolución: una revolución de los significados. Que, como en la película, un lugar que antes fue una cárcel sea un día el lugar de la liberación o el refugio del perseguido. Que pueda ser ambas cosas, en eso consiste la belleza del templo que cayó ayer.