Los chistes que me dan risa
*escrito en enero de 2019
Está de moda ahora en las entrevistas que le hacen a comediantes, en las conversaciones de pasillo y en las cenas navideñas, que los hombres digan “que ya no se les puede decir nada a las mujeres”. “Ya no aguantan un chiste”, dicen. En una entrevista durante el Festival Internacional de Cine de Karlovy el año pasado, Terry Gilliam, que suele ser genial y divertido, dijo que ya los hombres no podían hacer comedia y remató con: “ That is bullshit. And I have to say: I do not want to be white anymore, a white man, I do not want to be blamed for everything wrong in the world. I now tell the world that I am a black lesbian” (”Eso es pura mierda. Y tengo que decirlo: ya no quiero ser blanco, un hombre blanco, no quiero que me culpen por todo lo que está mal en el mundo. Ahora le digo al mundo que soy una negra lesbiana”).
Últimamente he visto muchos stand ups de mujeres. Y Terry Gilliam tiene razón en algo: ya los hechos por hombres no me causan tanta gracia. Probablemente el primer stand up que vi yo y mucha gente en Colombia de mi generación fue La pelota de letras. En 2004 se estrenaba esta rutina de Andrés López que retrataba a la familia colombiana a través de distintas generaciones en tres horas. Toda la rutina se basaba en estereotipos: que las señoras de la generación tal son regañonas, que los hombres de esta otra son inexpresivos, etc. Después de Andrés López, en Colombia hubo un boom del stand up y entonces otros hombres más jóvenes como Alejandro Riaño empezaron también a burlarse del estereotipo de bogotano, de gomelo, etc. Todas las rutinas tenían algo en común: las mujeres de mi edad son bobas y cuando dicen que no, en realidad quieren decir que sí.
Yo me reía de estos chistes. Pero ahora veo que me reía con la misma risa incómoda con la que me río cuando el jefe o el tío hacen un chiste sexista en la oficina o en la cena navideña. Me río para que no digan “a Juliana no se le puede decir nada”, es una risa que se funda en la intimidación. Malena Pichot, argentina, hace chistes sobre el aborto y sobre lo difícil que es para una mujer tirarse un pedo cuando se está estrenando novio. Está lejos de ser políticamente correcta: es vulgar y grosera. Me identifico con sus historias y me río. No me pasa tan frecuentemente en un stand up de un hombre. Y veo que es porque estos, con algunas excepciones (o sea Louis C. K., Aziz Ansari, Dave Chapelle), no hablan conmigo, sino sobre mí, normalmente se burlan de mí. Un hombre se para (”stand up”) en un escenario para quejarse de su esposa y las mujeres esposas de otros hombres están en el público y se ríen incómodamente. Alejandro Riaño se para en un escenario a quejarse de las mujeres calientahuevos que bailan toda la noche con él y no le botan ni un besito. Y ahí estoy yo, riéndome, dejando que se burlen de mí.
Malena Pichot se para a quejarse del machismo, de la penalización del aborto y de las violaciones. Natalia Valdebenito, chilena, se para en el escenario a hablar de las dinámicas en las amistades femeninas y es chistosa y diferente a la fórmula masculina de decir “que las mujeres se la pasan peleando entre ellas”. Este humor, entonces, se funda en la conversación. En la serie La maravillosa Sra. Maisel, Midge, un ama de casa de los años 50, descubre su talento para el stand up cuando su marido la deja. En una escena está fumándose un porro con una banda de jazz atrás del club en el que se presenta y se da cuenta en la conversación con ellos de que ella, una madre abandonada por su marido que vive en un barrio gomelo de Nueva York, tiene historias con las que los tres músicos negros pueden identificarse. Sale entonces a presentar a la banda y hace reír al público hablando de la conversación que acaba de tener con ellos. Hay, entonces, en este stand up, un diálogo, una empatía y un compartir de historias. En la serie, claro, no falta la mujer del público que se levanta y se va, indignada por los chistes obscenos de Midge. Así como tampoco falta la mujer que se siente incómoda con los chistes de Pichot sobre cagar menstruando, se siente expuesta. Yo, en cambio, me siento acompañada.
No quiero ser ingenua. Joan Rivers, considerada pionera del stand up hecho por mujeres, se burla en sus rutinas de las amas de casa. Los chistes de la misma Midge Maisel son muchas veces autodespreciativos y machistas. Incluso Ali Wong, tan grotesca y vulgar en el escenario y al mismo tiempo tan contemporánea y tan de este siglo, es a veces también sexista. Amy Schumer se ríe y se ríe de lo gorda que es. Yo misma, cuando quiero hacer reír a mis amigos soy cruel y vuelvo chistes las veces que me han roto el corazón y mis defectos físicos. Es común entre las mujeres hacernos chistes sobre “perder la dignidad”, y es que todas lo hemos hecho y nos sentimos, de nuevo, acompañadas e identificadas con la otra. (Y las hay peores, en el caso colombiano sobre todo, que no son comparables con las genias que acabo de mencionar, incluyéndome a mi misma, y que por eso pongo entre paréntesis: Alejandra Azcárate e Isabela Santodomingo, que se burlan tan cruelmente de las otras mujeres por gordas, guisas, pobretonas, etc). Este es tal vez el único humor que conocíamos hasta hace muy poco: ser como los hombres y burlarnos de las mujeres, es decir, de nosotras mismas.
Sobre este humor habla Anna Gadsby en su especial para Netflix Nanette. Dice ella, al principio del stand up, que se retirará de la comedia. Explica que sus chistes sobre cómo salió del clóset, por ejemplo, no cuentan la historia completa, porque de contarla completa no serían graciosos. Ayer escuché un podcast en el que un grupo de mujeres feministas se reúnen a hablar de sus inseguridades y culpas. Una de ellas preguntaba qué responder cuando un hombre le decía que si no aguantaba un chiste. Otra de las mujeres le respondió que dijera que sí, que sí le gustaban los chistes y contó uno: “-Knock knock, -Who’s there? -Annie -Annie who? -Anything you do for 1 dollar i do it for 86 cents”. No es gracioso. Y ese es el punto de Gadsby: la opresión no es graciosa y por eso ella debe dejar de hacer chistes. Al final de su stand up yo dejé de reírme y al escuchar algunas de sus historias, que decidió esta vez contar por completo, me puse a llorar. Gadsby le da una vuelta de tuerca al stand up: nos sentó en un teatro (en el caso del público, en mi caso fue en el sofá de mi casa) con la promesa de una risa y nos engañó: nos incomodó con sus historias sobre lo que ha tenido que aguantar como mujer lesbiana. Se hizo parte ella misma de una conversación y nos obligó a nosotros, su público, a hacer parte también.
No creo que uno no pueda reírse del patriarcado ni que Anna Gadsby deba retirarse de la comedia. Pero sí es cierto que la conversación debe cambiar y está cambiando. El humor que a mí me da risa debe ser incómodo (y de burlarse de alguien, debe burlarse del poder y no de mi). Lo que Gadsby llama “self-depricating jokes” (que Netflix mal traduce como “chistes autocríticos” pero son más bien “chistes autodespreciativos”) debe cambiar. Y no, no es lo mismo un hombre blanco riéndose de sí mismo que una lesbiana negra burlándose de sí misma. Como dice Gadsby, la segunda es humillación y no humildad. Me parece apenas normal que los hombres se sientan intimidados con este tipo de humor relativamente nuevo. Porque sí, se trata también de ellos y debe ser incómodo para todos. Esto no quiere decir que solo el humor feminista me parezca gracioso, pero es apenas natural sentirme más cercana a las experiencias de otras mujeres que, como a mi, les ha tocado lidiar con la mierda del patriarcado. Me puedo reír también de los chistes sobre ser judío en Seinfield y de los de Ali Wong sobre ser asiática en Estados Unidos. Aunque no haya ni crecido en una familia judía ni sea una mujer asian-american, puedo ser empática. Y puedo ser empática porque me siento incluida en estas conversaciones, no se están burlando de mí.
Y no es cierto lo que dice Terry Gilliam. Los hombres blancos sí pueden seguir haciendo comedia. Lo que pasa es que ahora deben compartir el escenario con otras historias con las que la otra mitad de la población se va a sentir identificada. No es una cuestión de cuotas, que es de lo que se quejaba Gilliam cuando hizo las declaraciones que cito al principio de este texto. En el escenario y en la pantalla debe haber 50% de mujeres porque es que somos el 50% del público también. Me parece que son los hombres, tan intimidados por la presencia femenina en el escenario, los que no aguantan un chiste. Además, está bien tener un poco de competencia, a ver si se ponen pilas y dejan de hacer los mismos chistes de siempre, tan flojos como un pene flácido.