La sustancia, espejo sanguinolento

Juliana Rodríguez Pabón
11 min readOct 25, 2024

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Estás haciendo cualquier cosa, cocinando, por ejemplo, y viene a ti el recuerdo de esa vez que hiciste aquel chiste malo. La mente proyecta el recuerdo como en una pantalla de televisión y te ves a ti misma haciendo un chiste a costa tuya para complacer a un tipo. El hombre se ríe y a ti te da rabia, imitas a la de la pantalla del recuerdo con voz de fastidio. Al lado de la pantalla que proyecta el recuerdo hay un espejo y por accidente te ves en él: mientras te burlas de la que está en la pantalla estás haciendo una mueca que te hace ver feísima. Te odias.

En su cumpleaños cincuenta, Elizabeth se entera de que la cadena de televisión en la que trabaja quiere reemplazarla por una actriz más joven. De camino a su casa se distrae viéndose a sí misma en un anuncio publicitario que están quitando en una autopista y tiene un accidente. En la clínica, un hombre le recomienda una sustancia que, según él, le cambió la vida. Este producto promete activar su ADN con tan solo una inyección, lo que liberará una “mejor versión” de sí misma. La mejor versión, por supuesto, es una más joven. La sustancia funciona con la condición de que quien la use viva siete días como “la matriz” (es decir, como el original) y siete días como “el otro mismo” (la nueva versión). El primer giro de La sustancia es que esta no es una transformación. Es decir, no vemos a Elizabeth transformada en Sue — así decide llamar a la versión más joven — del mismo modo en que le pasa a la princesa Fiona en Shrek. Acá, en cambio, de la versión adulta sale la versión joven, lo que resulta en dos cuerpos que duermen una semana entera mientras el otro vive.

Quienes hemos ido a verla, ya hemos sido advertidas de la impresión que causa la película. La antecede ese rumor que hay sobre muchas: que algunos se han salido de la sala de cine porque no han podido soportarla. También sabemos o hemos oído mencionar ese género (cinematográfico) al que pertenece: el body horror. El terror corporal se vale del cuerpo y sus alteraciones para asustarnos y causarnos impresión. La primera que una siente en La sustancia es asco. Y sucede cuando aún no ha ocurrido la activación de la sustancia. Elizabeth está sentada frente a su productor, quien come unos mariscos con las manos y habla con la boca llena. Es una escena muy difícil de ver. Si bien la película tiene muchas escenas impresionantes que nos hacen quitar por un momento la mirada de la pantalla, ninguna da tanto asco como esta. La película guarda el asco sobre todo para los hombres.

Si no es asco, ¿entonces qué es lo que sientes cuando ves en la pantalla a una mujer que se chuza, se inyecta, se cose y se descose, se divide en dos, se maltrata y se devora? Estas imágenes causan más un escalofrío que una arcada. El cuerpo herido, dividido, desmembrado o descompuesto que vemos en las películas de horror corporal nos causan miedo justamente porque nos recuerdan nuestra fragilidad: en efecto, todo aquel que tenga un cuerpo podrá herirse, dividirse, desmembrarse y descomponerse.

Sin embargo, en la película hay un corto respiro de los efectos especiales. En una ocasión, Elizabeth quiere salir a una cita con un hombre para el que ella todavía es hermosa. Se pone un vestido con el que se ve sexy y se maquilla, se mira al espejo y se siente satisfecha con como se ve. Antes de salir de su casa se topa con un anuncio publicitario que ahora da hacia su ventana, en el que aparece Sue. Entonces decide retocarse el maquillaje, tal vez echarse un poco más de rubor. De nuevo de salida, vuelve a ver a Sue y se devuelve al espejo a cambiarse el color de los labios. Y así pasa el tiempo y no es capaz de salir. Esta es tal vez la escena más triste de La sustancia. La película no le teme a ser literal. En efecto, esto es algo que nos pasa a muchas: nos vemos lindas ante el espejo pero, al ver el anuncio publicitario, la imagen reflejada se afea en comparación con la otra, inmóvil, editada y producida. Aprecié que en esta secuencia no hubiera efectos especiales ni asco ni metáfora, pues esto deja que la directora pueda señalar con furia lo que quiere criticar. Lo agradeces.

Como era de esperarse, Sue hace el casting para reemplazar a Elizabeth en el programa de televisión y se gana el papel. Y como también era de esperarse, no le bastan los siete días de juventud. Sue, entonces, empieza a hacer trampa, a quedarse unas horas o un par de días más como la versión joven. Esto, le explican, altera el equilibrio entre las dos versiones, así que desgasta cada vez más a la matriz. Vemos que cuanto más crece el éxito televisivo de Sue, más voraces se hacen las dos versiones. Ella, por su lado, empieza a robarle tiempo a Elizabeth mientras que esta aprovecha sus días para comer compulsivamente y consumir programas de televisión. Elizabeth envidia a Sue y Sue siente repulsión por Elizabeth. Empiezan a rivalizar.

La trampa que Sue le hace a la sustancia empieza a ocasionar unos sueños — ¿alucinaciones?, ¿visiones?, ¿fantasías? — en los que su cuerpo se abre y excreta partes de otros cuerpos (una presa de pollo, por ejemplo) o de sí misma. Expulsa sus órganos, se vuelve un pellejo de otra cosa. Empieza la monstrificación. Has visto en las noticias de farándula que esto se parece al efecto de algunas cirugías plásticas en las que un cuerpo extraño — un implante, una sustancia — invade el cuerpo de las mujeres y lo devora desde adentro. Como decía, también Elizabeth se vuelve voraz. Come sin parar y entre la deglución asquerosa y las fantasías de excreción, las escenas se hacen más y más grotescas.

Ya casi hacia el final, las dos versiones de nuestra protagonista se odian y empiezan a querer acabar con la otra. Y acá ocurre otro giro: nos damos cuenta de que lo que ha hecho que Elizabeth recurra a la sustancia es algo tan simple como la necesidad de ser amada. Lo que al principio había parecido vanidad y ambición (no quería ser reemplazada ni que su carrera acabara) en realidad era tristeza y miedo (no quería que la dejaran de querer). Pero rápidamente se da cuenta de que aunque Sue y ella son la misma, cuando el público aplaude a Sue, no la está aplaudiendo a ella.

Coralie Fageat, directora de la película, plantea, pues, una cuestión filosófica: el cuerpo no puede disociarse de la mente — ¿del espíritu?, ¿del alma?, ¿de nuestra esencia? — . Elizabeth no existe sin su cuerpo envejecido, aún cuando los fabricantes de la sustancia le insistan que ambas son la misma. Esto es algo atrevido de poner en palabras y en imágenes hoy en día, cuando se usa la expresión “habitar un cuerpo” a diestra y siniestra sin pensar realmente en lo que significa. Fageat toma esa expresión y la vuelve gráfica: vuelve el cuerpo de estas mujeres un pellejo del que sale otro y nos causa escalofrío, nos deja ver que esto sería nuestra peor pesadilla. El cuerpo, pues, no es un cuero que habitamos o que nos cubre. El cuerpo es lo que somos. Como entiende rápida e inteligentemente nuestra protagonista, otro cuerpo no es una misma, otro cuerpo es, necesariamente, otra. Concebirlo como una cáscara que cubre nuestra esencia es disociarnos de lo que somos y es cumplir la fantasía masculina de una mujer que sea solo cuerpo sin espíritu.

Como decía, las dos versiones quieren acabar con la otra y emprenden una guerra. Pero, como les han advertido muchas veces, la joven no puede vivir sin la matriz y la matriz parece necesitar desesperadamente a la joven. Así que esta guerra que se han declarado no es otra cosa que un vórtex de autodestrucción. Y vuelves a agradecer la literalidad: los estándares de belleza diseñados para complacer la mirada masculina nos han hecho enemigas de nosotras mismas. Hace falta decirlo así, aunque ya se haya dicho muchas veces.

Al principio de la película ya estás algo harta. Te parece sobreutilizado el recurso del close up al culo de la chica joven. Luego las tetas, luego la boca. Luego lo mismo pero ya no delante del espejo sino frente a las cámaras. Luego otra vez. Te preguntas si habrá alguna manera de hacer una película que critique este absurdo sin caer en él. Te imaginas el casting para el papel de Sue y crees que tuvo que haber sido parecido al casting que aparece en la película: se requiere de una chica entre los 18 y los 30 años, blanca, de piel tersa y culo firme. Avanza la película y cuando ya te tiene fascinada piensas que hay un doble doppelgänger. Sue es una doble de Elizabeth y La sustancia es un doble de lo que critica. Supones que así funcionan las películas: deben representar lo que quieren criticar para poder señalarlo, no hay otra forma. Este doble, a sabiendas de que lo es, parece proponerse ser una versión monstruosa, excesiva, gráfica, furiosa, intensa, chocante.

Te impresiona el maquillaje de la película. Conforme pasan los minutos el cuerpo de Elizabeth se vuelve más impresionante y grotesco. Los efectos especiales, salvo algunos del final, son en cámara, es decir, hay muy pocos hechos digitalmente. Esto constituye también una posición de la directora sobre lo artificial — que no sobre el artificio — , pues muy pocos hacen hoy películas en las que el cuerpo sufre alteraciones sin recurrir al CGI (Imagen Creada por Computador). No solo esta es también una postura sobre cómo hacer películas, sino que deja ver la consciencia de que para volcar el estómago del público (es decir, para tener un efecto sensorial, visceral, corporal) se requiere de efectos prácticos, tangibles, es decir, de alterar el cuerpo: ponerle prótesis, maquillarlo, cubrirlo de piel colgante, untarlo de sangre.

Al final de la película, vemos que de la guerra entre las dos protagonistas nace un monstruo. Es año nuevo y Sue ha sido contratada para ser la anfitriona de la fiesta que transmitirá el canal de televisión. El monstruo ha nacido para complacer la mirada de los hombres: del productor del programa, de los accionistas, del público asistente a la fiesta, del pajero frente al televisor. Y su monstruosidad complace las fantasías de estos hombres. El monstruo está compuesto por los miembros desagregados de las dos versiones de la mujer protagonista y vueltos a pegar de forma desordenada. Los close ups del principio, que nos mostraban a Sue solo por partes y nunca entera, nos anunciaban que así la verían los hombres y que de ese modo sería presentada en el programa: por partes, desmembrada.

El monstruo desmembrado y vuelto armar, pues, se viste, se adorna y se maquilla para su gran noche. Asiste a la fiesta y se presenta en el escenario. El público la mira asqueado. Ella habla e intenta explicar que es ella misma, que es Elizabeth, que es Sue. Un eructo la interrumpe y de un agujero que podríamos suponer que es el ocular, sale una teta. Les da lo que querían: una teta en vez de ojo. Una teta de la que succionar en vez de un ojo que les devuelva la mirada. Y aún con todo esto, el público se espanta, le gritan ¡monstruo!

Sabes que tú también lo has hecho, has dicho lo mismo de una mujer. Y, como si no supieras ya la respuesta, has preguntado con la arrogancia que te permite tu juventud ¿por qué se hizo eso si ella era tan bella? Has puesto sobre las mujeres el peso de su monstruosidad como si hubieran sido ellas y no Víctor Frankenstein la mente detrás de la alteración que ahora las hace ver irreconocibles.

Al sentir el rechazo de su público, el monstruo, en un último intento de ser amada, empieza a secretar sangre a chorros por todos lados. Esta es, te atreves a pensar, sangre menstrual. Con la llegada de la menopausia, Elizabeth fue despedida de su trabajo. Para ser amada, deseada y bella hay que menstruar. Así le pasa también a Myrtle Gordon, interpretada por Gena Rowlands, en Noche de estreno. Allí, Myrtle, como Elizabeth, es una actriz que tiene pesadillas con una versión más joven de sí misma. Un fantasma la persigue mientras ella prepara una obra de teatro que se llama La segunda mujer en la que interpreta a una mujer que ha envejecido y que está en negación de su edad. En Noche de estreno, todo es rojo: las paredes del teatro, el labial de la actriz, sus uñas, su vestuario, su kimono. Todo es rojo como la sangre y como la caperuza de caperucita. La actriz quiere ser deseada — no sexualmente necesariamente sino tal vez admirada, querida — otra vez.

Fotograma de Gena Rowlands en Noche de estreno (1977), de John Casavettes

Y sin embargo, al ser exhibida la preciada sangre menstrual, es vapuleada. Otra película sanguinolenta que recordaste cuando viste La sustancia es tu favorita de octubre, Carrie. En su primera escena, la protagonista se espanta al ver sangre en la ducha y cree que está herida y desangrándose cuando en realidad le ha llegado su primera menstruación. Carrie ignora tanto su cuerpo que no sabe lo que es la menstruación ni se ha enterado de sus poderes telequinéticos. En una escena final parecida a la de La sustancia, Carrie está parada en un escenario recibiendo el premio a la reina del prom sin saber que todo ha sido una mentira para gastarle una broma. Allí parada recibe desde el techo un baldado de pintura roja que le recuerda la humillación de aquella primera escena. Así, sanguinolenta, Carrie se venga del público que hacía un minuto la aplaudía y ahora se reía de ella.

Fotograma de Carrie (1976), de Brian de Palma

Para el monstruo de La sustancia no hay venganza. Confundida por el rechazo y el asco del público, sigue intentando dar explicaciones. Todo lo ha hecho para complacerlos. Y sin embargo la odian, le temen. Entonces huye y se va desintegrando. Aunque el monstruo es dos mujeres al tiempo, ya no puede ser una mujer entera. Reímos en el cine cuando vemos su cara, que ahora estaba en la espalda, llegar a la estrella de Hollywood hecha en su nombre. Nos recuerda a otra muy buena, La muerte le sienta bien. En ella, un par de amigas enemistadas vanidosas y frívolas se hacen adictas a una poción de la eterna juventud. Al final, como no pueden morir ni envejecer, sus cuerpos son muchas veces mutilados, abiertos, desprendidos, separados.

Fotograma de la escena final de La muerte le sienta bien (1992), de Robert Zemeckis

Te preguntas en el cine por qué esta directora furiosa nos ha dado una risa de distención al final, como de alivio. Y de repente la escena se pone triste. Vemos la cara de Demi Moore, quien interpreta a Elizabeth, ver las estrellas del cielo — no las del pavimento — . No es que quisiera vivir para siempre, podemos ver que sabe que morirá. Pero sí quería trascender, tal vez en la memoria de los otros, del público, de quienes ella pensaba que la querían. Existir sin cuerpo. Se termina de desintegrar y se vuelve una mancha roja, parecida a la de la salsa de tomate que a alguien se le había caído sobre su estrella pavimentada al principio de la película.

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Written by Juliana Rodríguez Pabón

Escribo de películas y series. No me paro del sofá.

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