Envidia de elegancia
En el segundo capítulo de la cuarta temporada de The Crown, la familia real recibe en el palacio de Balmoral a dos visitantes ejemplares para ponerlas a prueba.
Una de ellas es la primera ministra Margaret Thatcher, quien no encaja desde el primer momento. Thatcher se sobre viste para las actividades al aire libre que la familia real suele practicar en Balmoral, no tiene zapatos para salir a cazar ni atuendo para montar a caballo. Su rigidez no la deja disfrutar de los juegos que después de la cena juegan la reina y sus parientes y es torpe en los protocolos en su afán por cumplirlos. Su visita pone de manifiesto lo poco elegantes de las costumbres reales: la reina se arrastra por el piso para cazar ciervos, pollos recién asesinados pasan en frente de ella, todos caminan por el barro con botas de caucho.
Ya nadie es bello en la temporada 4 de The Crown. La princesa Margarita y el duque Felipe de Edimburgo, los dos personajes más rebeldes — y por esto los más bellos — de las anteriores temporadas, se han doblegado y acomodado a las costumbres reales. Él es obediente y ella está ahora triste. El palacio de Buckingham está en decadencia, le dice Michael Fagan, un intruso que ha entrado, a la reina cuando llega a su habitación: “Esta es la cosa de este lugar: es más lujoso de lo que esperaba, pero también más decadente […] Pintura saltada, empapelados despegados, manchas”. Me recuerda esto a la interpretación de Olivia Colman de la reina Ana de Gran Bretaña en La favorita (de Yorgos Lanthimos), en la que lo lujoso es más bien grotesco. Acá el lujo es también poco elegante, la realeza está desesperada por agradar.
Quien sí es bella es la segunda invitada a Balmoral: Lady Diana Spencer. Con solo 19 años, Diana parece un niño cuando llega a Balmoral. Sale de caza con el duque Felipe de Edimburgo y sabe dar con el ciervo imperial al que el duque quiere cazar. Lo contradice en su disparo, pues le hace ver que el viento va hacia al lado contrario del que él esta apuntando. Acá Diana es desafiante y dócil (como Felipe hubiera querido que fuera su hijo Carlos) e insiste respetuosamente en que el viento va hacia donde ella indica. Matan al ciervo con el consejo de Diana y vuelven al palacio. Desde ahí, Diana es un triunfo en Balmoral: graciosa y espontánea, opuesta a la rigidez de Thatcher y e incluso a la de la corona, es capaz de disfrutar de los juegos y de participar de las conversaciones.
Después de que Diana se casa con el príncipe Carlos de Gales y durante su tour por Australia, todo el mundo sabe ver, igual que quienes arreglaron el matrimonio, el carisma de Diana. Ella está en mitad de camino entre el cálculo perfecto que requiere ser un miembro de la familia real (y una bailarina de ballet, que también quiso ser) y la espontaneidad de una joven recién casada que oye a Billy Joel y a Elton John.
Diana es graciosa e ingeniosa, hace chistes y muecas. Y aun así es símbolo de elegancia. Así, su gracia está asociada a su espontaneidad, que le ha sido negada a su esposo Carlos desde siempre. Pronto, entonces, Diana se vuelve una contradicción, una turbulencia, pues ¿cómo puede ser graciosa y triste?, ¿elegante y sensible?
Hacia la mitad de la temporada me empezó a molestar este retrato de la princesa de Gales. Me cansó su ingenuidad y su disposición a someterse a tanta infelicidad. Me desesperó su inconsciencia de la envidia que le tenían todos los demás personajes, envidia de su gracia (y acá miento, pues no es inconsciencia de la envidia, es más bien decisión de pasar por alto esa envidia para ganar el afecto de quienes la desprecian).
Carlos, como yo, le reprocha a Diana su fragilidad. Se refiere siempre a ella como “patética”. Esta fragilidad es la que desde su infancia le corrigió su padre a él. Y la espontaneidad que le envidia es la que en él reprimió su madre.
En Australia, Diana y Carlos tienen una conversación en la que se dan cuenta de que ambos necesitan sentirse apreciados, y que por eso ambos son miserables desde hace mucho. Esa conversación es la única ocasión en la que los vemos decirse “te amo”. Luego, muy pronto, en el mismo episodio, hacia el final de la gira por Australia, Carlos siente envidia del cariño y la atención que recibe Diana y entonces vuelven a distanciarse.
En los momentos de mayor amor y de mayor desprecio, Carlos se vio a sí mismo en Diana. Se vio suplantado en su sensibilidad y en la mirada de los otros. Los demás personajes envidian, sin duda, la belleza de Diana, que les es negada, pues solo pueden ser objeto de respeto (y no de deseo) de sus súbditos. Carlos también envidia su belleza pero además se da cuenta de que, aun siendo él el heredero al trono, un lugar que nadie más puede ocupar, Diana ocupa un lugar al que él jamás podrá entrar, que sí le es concedido a ella por ser mujer y por estar al margen de la realeza: el de la sensibilidad y, por ende, el de la desobediencia.
No es de sorprenderse que la única otra vez que Carlos amó a Diana fue la primera vez que la vio, pues ella estaba disfrazada, en forma de presagio, para la presentación en su colegio de Sueño de una noche de verano, la comedia de Shakespeare en la que todos están con quien no les corresponde.