Anatomía de una caída: sobre la verdad
Un matrimonio compuesto por un profesor universitario y una escritora vive aislado en un chalet al sur de Francia. Un día, Daniel, el hijo de ambos, encuentra al padre muerto afuera de la casa. Anatomía de una caída sigue el juicio que tiene a Sandra, la madre, como principal sospechosa de la muerte de su esposo.
Las películas de juicios son siempre muy teatrales. Son conscientes de que la justicia, al menos como funciona en las que he visto, es un teatro. Se trata de convencer y emocionar a un jurado que tomará la decisión de si el acusado es culpable o no. Luego, un juez dictará una sentencia con la que nosotros los espectadores de la película podremos estar o no de acuerdo. Tan teatrales son las películas de este género, que muchas veces hay una suerte de coro o de segundo jurado: la prensa. Se sabe que la forma en la que el acusado o acusada es percibido determina en gran medida el dictamen final.
Esto le dice el abogado defensor a Sandra, la protagonista de Anatomía de una caída, la última película de la directora francesa Justine Triet: “es hora de que empieces a pensar en ti de la forma en la que eres percibida”. Él, como los abogados de casi cualquier película de juicio, entiende que para ganar debe contar una historia más creíble que la de la contraparte, no es cuestión de demostrar la verdad, sino de contar un cuento que parezca demostrable. Ella le explica que no mató a su marido y que tampoco cree que haya sido un suicidio. “Ese no es el punto”, le dice su amigo abogado. “Una caída accidental es muy difícil de probar”.
En las películas de juicios, sin embargo, nosotros los espectadores no creemos hacer parte del público (el jurado) manipulado, pues conocemos la verdad. Casi siempre en estas películas nosotros sí tenemos acceso a lo que realmente pasó. Vemos la escena en la que se cometió el crimen, o somos testigos de un soborno, de una incriminación, de un mal procedimiento, de un trato por debajo de cuerda. Y entonces volvemos a las escenas del juicio listos para saber de qué lado estamos y vemos indignados cómo se comete una injusticia o aplaudimos la victoria de los buenos.
Anatomía de una caída no nos da esa satisfacción, no nos pone por encima de la justicia. Y así nos convierte en verdaderos espectadores, pues no sabemos cuál es la verdad. Acá no solo es la justicia un teatro sino que la verdad también lo es. La película de Triet se diferencia de otras del género porque no existe la figura del detective, cuyo compromiso es con la verdad. A nadie, más que a la protagonista, parece importarle cuál es la verdad. Y la película no nos da ninguna pista, ninguna información, nada distinto o adicional a lo que saben los actores del juicio.
Puedo pensar en dos momentos en los que me sentí especialmente espectadora. Hay muy pocas escenas por fuera del tribunal después de que ha empezado el juicio. En una de ellas, Daniel, el niño, duerme. Mientras tanto, Sandra se toma una cerveza con el abogado defensor. Ríen, se miran. Por un momento parece que se van a dar un beso. Me da rabia con ella, pues estoy de su lado. Me pregunto para qué me pone esta escena la directora, ¿acaso quiere, ahora sí, que empiece a sospechar de Sandra? Y me doy cuenta de que, justamente, estoy siendo manipulada. La película me hace ver que estoy juzgando a la protagonista. Puedo ver que yo misma tengo algunos prejuicios, que quisiera que la acusada estuviera más triste, que llorara todas las noches, que no tomara cerveza. Noto que pienso en la palabra prejuicio, “antes del juicio”.
Es lo que ocurre también en la primera reunión con el abogado y lo que pasará más tarde en el tribunal: con cuanta más franqueza hable Sandra, más sospechosa parecerá. Acepta con total tranquilidad que el día en que su marido murió ella estaba algo mareada por tomar vino a las 11 de la mañana, que él en cambio no tomaba mientras trabajaba, que era muy meticuloso con la ventana del ático, que habían peleado, que le había sido infiel. Llegué a juzgarla incluso por no fingir, por no actuar más afligida, más desesperada.
El otro momento es el mejor de la película. Por fin se reproduce en la corte la grabación que la fiscalía había encontrado en una memoria USB del muerto y que se ha anunciado como una prueba fehaciente de la culpabilidad de la acusada. Entonces tiene lugar el único flashback de la película: al día anterior de la caída. La pareja está comiendo y discutiendo la distribución del tiempo y las tareas. Él le reclama a ella que no tiene tiempo para escribir, ella le dice que debe organizarse mejor. Se hacen reproches sobre las decisiones que ha tomado cada quien. La pelea sube de tono, se vuelve sobre otros temas, y cuando está apunto de volverse violenta, dejamos de verlos a ellos. Volvemos de repente a la corte y vemos las caras del jurado reaccionar a la grabación, que seguimos oyendo. Al traernos de vuelta así, de repente, la película nos recuerda que somos espectadores, que no estuvimos ahí, que no somos parte de ese matrimonio. Nos pone un espejo, pues las caras que vemos en la pantalla son las de nosotros mismos, sentados en el cine escuchando una discusión matrimonial y emitiendo nuestros propios juicios. La directora vuelve a manipularnos, pero es tan generosa que nos muestra enseguida el artificio.
Entonces entendemos que, en calidad de espectadores, la verdad nos es inalcanzable. Pero tampoco es que los protagonistas sean dueños de la verdad. La fiscalía llama como testigo al psicoanalista de Samuel, quien tiene su propia versión de la relación matrimonial y del estado mental del muerto. Sandra, en una de sus intervenciones más elocuentes, argumenta que si bien todo lo que cuenta el analista es cierto, es decir, que nada es mentira; no constituye la verdad, pues es una ficción que Samuel ha construido de sí mismo, una historia de la que se ha convencido. Así es que, aunque lo que cuenta el analista es verdadero, no debe tomarse como la verdad; pues también son verdaderas algunas otras cosas y versiones de Samuel que pueden incluso ser contradictorias con las que llevaba al diván.
Sandra puede ver esto porque es una escritora de ficción y sabe que esta no es opuesta a la verdad. Lo ha dicho en entrevistas, que ella escribe novelas que contienen una verdad sobre ella misma, aunque sean novelas de ficción. El fiscal usa esta cita para argumentar la lectura de algunos fragmentos de sus novelas como material probatorio. Aunque la defensa objete esta decisión, lo cierto es que todos se han vuelto autores.
La defensa llama al estrado a una experta en salpicaduras de sangre. Esta mujer explica que un suicidio o una caída desde el ático del chalet es más probable que un empujón desde el balcón. El fiscal pregunta si su versión (que la acusada empujó al muerto) no es posible. Y ella aclara que claro que es posible, como es posible que ella algún día sea presidenta. Pero que de lo que se trata es de lo probable. Efectivamente: como nadie vio lo que pasó, debemos, como la escritora de ficción, inventar una historia verosímil, una en la que podamos creer.
El abogado defensor hace también lo suyo. Inventa una secuencia de hechos que podrían ser posibles según la información que tenemos. Ya Sandra nos ha contado sobre la frustración de Samuel por no haber podido terminar un libro y publicarlo, sobre la culpa que sentía por el accidente que afectó el nervio óptico de su hijo y sobre la depresión de la que había sufrido. El abogado toma estos elementos y logra inventar una historia de suicidio. Cuenta esto con detalle, como si él lo supiera, como describiéndolo, como contándolo, como si no fuera una hipótesis. Se ha vuelto un autor. Cuando se sienta después de contar su historia en la corte, Sandra le dice “ese no era Samuel”. Tampoco está satisfecha con esa historia, que es la que ha armado su abogado con las descripciones que ella misma le ha dado de su marido, y que será la que tal vez la salve de ir a la cárcel.
Así, si puede haber tanta verdad en una novela de ficción como en una grabación, ¿qué es entonces una prueba material? En la grabación de la pelea, Samuel le reclama a Sandra haberle saqueado la mejor idea de su libro. Cuando el fiscal le pregunta a Sandra por este reclamo, ella explica que no es así, que después de que él había abandonado su libro, ella le había preguntado si podía usar una idea que le había parecido brillante. Va más lejos y dice que en las peleas exageramos los hechos. No solo explica que lo que hizo no fue un saqueo sino que pretende argumentar que ni siquiera Samuel pensaba que lo fuera, sino que lo había dicho para herirla. El fiscal dice que si él usó la palabra saqueo es porque así lo creía. Pero quienes hemos tenido una pelea sabremos que a veces decimos cosas que luego reconoceremos como injustas o que directamente no son ciertas, aunque vengan de un sentimiento verdadero (la envidia, por ejemplo, o el rencor).
Aunque en esta película no haya un detective, sí hay un personaje que desarrolla su propia pequeña investigación: Daniel, el hijo de la pareja. Daniel fue quien encontró el cuerpo de su padre. Por ser niño, por haber cambiado de opinión sobre lo que recuerda de ese día, por ser hijo de su madre y por ser parcialmente ciego, su testimonio es del que más dudan los adultos. Daniel insiste en asistir a la corte todos los días que dura el juicio y escucha con atención las versiones que se han inventado las dos partes. Oye la pelea de sus padres.
Antes de que acabe el juicio, Daniel pide un fin de semana y lleva a cabo un pequeño experimento para comprobar si su madre dice la verdad sobre algo de lo que él no estaba enterado. El resultado del experimento coincide con el testimonio de su madre, pero siempre se puede dudar, nada parece ser concluyente. Marge, la mujer que el tribunal asignó para cuidarlo y protegerlo como testigo, le explica que cuando no podemos dar con la verdad, debemos tomar una decisión. Un amigo con el que comento la película me hace ver que no hay posibilidad de elección si no hay más de una historia. Para poder decidir cuál es la verdad, necesitamos al menos dos partes, como en la corte y como en un matrimonio.
Así que el último en convertirse en autor es Daniel, quien decide contar en el estrado una conversación que había tenido con su padre. Y al decidir contarla, le otorga un significado, toma una decisión. Es capaz de concebir una verdad, la que sí puede entender. Como en la representación de la justicia que todos conocemos, Daniel tiene una balanza en las manos: toma una decisión según el peso de las cosas. Y como muchos otros famosos ciegos de la literatura, se convierte en oráculo, pues sabe interpretar un anuncio. Y la justicia, con los ojos vendados, se hace.